Si bien los formalismos son necesarios para la comunicación científica, su exceso o su aplicación como criterio primario de evaluación es contraproducente y representa una patología académica que obstaculiza la verdadera misión de la investigación: generar conocimiento.

¿Alguna vez has sentido que tu brillante y rigurosa investigación corre el riesgo de ser castigada, no por su contenido de fondo, sino por una coma mal colocada, un margen incorrecto o un número de página fuera de lugar?
Esta frustración no es una queja menor; es el síntoma de una disfunción que padece gran parte de la investigación contemporánea, especialmente en nuestras instituciones académicas en Latinoamérica.
Si bien los formalismos (las normas de citación, estructura y presentación) son vitales para la integridad y la comunicación científica, su aplicación excesiva y dogmática ha mutado de ser una herramienta de rigor a una camisa de fuerza burocrática.
El conocimiento está siendo juzgado por su envoltura antes que por su contenido, obstaculizando la verdadera misión de la academia: el avance del saber.
¿Es el exceso de formalismo el enemigo oculto del conocimiento científico?
Para dar respuesta a esta pregunta es importante mencionar que a lo largo de la historia de la ciencia, el debate ha oscilado entre dos extremos: por un lado, la búsqueda de una rigidez metodológica absoluta, propuesta por corrientes como el Positivismo Lógico, que buscaba reglas únicas y verificables; y, por el otro lado, el anarquismo total de pensadores como Paul Feyerabend, quien célebremente proclamó que “Todo Vale” (Anything Goes) en la búsqueda del conocimiento.
Pero, ¿y si la excelencia académica no residiera en ninguno de estos polos? Mi argumento es claro: para que una investigación sea la mejor aproximación a la realidad, debe superar la tiranía del formato y anclarse en un pensamiento crítico flexible, el justo medio entre el dogma absoluto y la ausencia de método.
Feyerabend en su libro “Contra el Método”, argumenta que no existe un único método científico racional y que la adhesión estricta a cualquier conjunto de reglas fijas solo frena el progreso científico. Según esta afirmación, este filósofo plantea que el único principio que no inhibe el progreso es la idea de que cualquier cosa vale como método; es decir, la ciencia debe estar caracterizada por la creatividad y la ruptura de normas.
Para Feyerabend, la única manera de asegurar el progreso real es rechazando la tiranía de cualquier método o razón única.
Sin embargo, es esencial reconocer que la postura anárquica de Feyerabend, que proclama el “Todo Vale”, representa una libertad epistemológica tan extrema que, lógicamente, cuenta con el rechazo de la comunidad científica actual.
Adoptar esta posición al pie de la letra disolvería la distinción entre un conocimiento riguroso y la pseudociencia, desmantelando la necesidad de evidencia y consistencia. No obstante, el verdadero legado de Feyerabend es su enfoque crítico debido a que su obra permanece como un recordatorio esencial y constante de que la libertad intelectual, el ejercicio de la imaginación y la crítica implacable de los dogmas, incluso los dogmas científicos, son tan esenciales para el progreso y la innovación como la misma lógica. Su desafío nos enseña que el rigor no debe ser sinónimo de tiranía.
Ahora bien, en el polo opuesto a la anarquía metodológica se encuentra el dogmatismo del método, históricamente encarnado por el Positivismo Lógico del Círculo de Viena.
Esta corriente epistemológica buscó imponer una rigidez normativa y un control absoluto sobre la investigación, postulando la existencia de un método científico único, lógico y universal. Su afán de certeza se cristalizó en el principio de verificación, que exigía que toda proposición con significado cognitivo fuese comprobada empíricamente.
Este enfoque, consolidó una filosofía que rechazaba la ambigüedad y la metafísica, aspirando a la uniformidad total del conocimiento. Sin embargo, esta rigidez, al imponer reglas inquebrantables, demostró ser tan restrictiva para el progreso como la ausencia total de método.
Por consiguiente, el camino hacia la excelencia en la investigación no reside en someterse a la rigidez metodológica del Positivismo, ni en abrazar el caos relativista de Feyerabend, sino en hallar un equilibrio dinámico fundamentado en el pensamiento crítico.
Este enfoque intermedio exige rigor sin dogma. Un investigador debe someter sus ideas y sus procedimientos a estándares de evidencia y coherencia lógica (cumpliendo con la función de la forma), pero debe mantener la libertad intelectual para cuestionar los supuestos básicos, experimentar con la metodología y contradecir las teorías aceptadas.
Solo adoptando esta actitud crítica y flexible se garantiza la integridad del proceso sin asfixiar la originalidad y la creatividad indispensables para el verdadero avance del conocimiento.

La importancia del equilibrio y el pensamiento crítico
El equilibrio entre el dogmatismo metodológico y el anarquismo radical no es un simple compromiso, sino la condición necesaria para el avance genuino del conocimiento.
Este equilibrio, tal como se ha afirmado antes, se materializa en el pensamiento crítico, cuya importancia radica en su naturaleza autoregulatoria y desdogmatizadora.
Al exigir que toda idea, sin importar cuán formal o rigurosa parezca, sea sometida a una evaluación constante y rigurosa de su evidencia y sus supuestos, el pensamiento crítico garantiza dos funciones vitales: primero, previene el estancamiento al cuestionar la autoridad y los paradigmas establecidos (evitando el dogma); y segundo, impide la caída en el relativismo absoluto al requerir una justificación lógica y empírica de las nuevas proposiciones (evitando la anarquía).
En última instancia, la única manera de que el conocimiento sea la mejor aproximación provisional a la realidad es a través de un método que es, por definición, crítico, libre y permanentemente abierto a la refutación.
Cuando la forma estrangula el contenido
Lamentablemente, en muchas instituciones académicas, particularmente en Latinoamérica, el celo por el rigor metodológico ha degenerado en un culto a las formalidades fútiles.
Los comités de revisión a menudo se empeñan obsesivamente en la fiscalización de detalles triviales que son epistemológicamente irrelevantes: la sangría exacta, la tipografía específica en la bibliografía, o la longitud precisa de los párrafos.
Este exceso de burocracia cosmética impone una carga de estrés innecesario sobre los estudiantes, quienes perciben, con razón, que están siendo evaluados más por su obediencia al manual de estilo que por la solidez de su argumentación, la originalidad de su hipótesis o el rigor de su evidencia.
Este desplazamiento del foco, que prioriza la forma sobre el contenido, no solo es una patología administrativa, sino que activamente desincentiva la excelencia y el genuino espíritu de indagación.
Rigor necesario, estrés innecesario
Es imperativo reconocer que las formalidades no son un enemigo en sí mismas, sino un mecanismo fundamental para mantener el rigor y la integridad de la ciencia.
Las normas de citación, estructura y transparencia metodológica son esenciales para garantizar la trazabilidad de la evidencia y el debate crítico dentro de la comunidad académica.
No obstante, el problema se manifiesta cuando las instituciones elevan estos procedimientos a un nivel de control obsesivo. Este exceso de formalismos se convierte en una fuente de profunda desmotivación para los estudiantes, quienes enfrentan sus trabajos de grado y tesis bajo un estrés paralizante.
En lugar de ver la metodología como una herramienta intelectual para guiar el descubrimiento, la asocian erróneamente con un cúmulo de normas y formalismos sin sentido, distorsionando la nobleza de la investigación a un mero ejercicio de obediencia a manuales, guías e instrucciones de forma.
Formalismos excesivos en la academia
Mi experiencia como asesor ilustra de forma clara esta patología. Las instituciones imponen una serie de formalismos rígidos, que operan más como una receta inflexible que como una guía metodológica.
Estos incluyen la exigencia de un número mínimo de referencias de libros; un porcentaje mínimo de artículos científicos indexados, un desprecio por información obtenida en las plataformas digitales sin evaluar la cualidad y experiencia de quien emite la información; y un criterio de antigüedad máxima para cualquier fuente, lo que resulta en la absurda exclusión de teorías fundamentales que, a pesar de su antigüedad, siguen plenamente vigentes en la disciplina.
A ello se suman requisitos superfluos y abusivos como un porcentaje obligatorio de referencias en idioma extranjero, e incluso la demanda de que los objetivos de la Agenda 2030 sean citados en una página y párrafo específicos. Esta acumulación de normativas constituye una rigurosidad formal excesiva e innecesaria, que confunde la disciplina con la burocracia.
La distorsión de la calidad
El abuso de los formalismos produce una distorsión crítica en la definición de la calidad académica.
Al igual que el positivismo lógico se centró obsesivamente en la pureza de las proposiciones, hoy se pone el foco en la pureza del formato, permitiendo que un trabajo formalmente impecable sea, al mismo tiempo, conceptualmente trivial.
La verdadera excelencia reside en la relevancia externa: la capacidad del estudio para desafiar ideas, explicar fenómenos complejos o generar conocimiento útil. Si la forma es más penalizada que la falta de originalidad, estamos promoviendo un entorno donde la obediencia al formato triunfa sobre la osadía intelectual.

Hacia un rigor inteligente
El desafío para la academia contemporánea, y para los comités de evaluación, es forjar un entorno que celebre el rigor intelectual y la integridad científica sin sucumbir a la tiranía del formato.
Se debe migrar de un sistema que evalúa la obediencia burocrática a uno que premie la osadía intelectual.
Esto implica valorar la coherencia metodológica y la trazabilidad de la evidencia (los formalismos esenciales), al tiempo que se rechazan las normas cosméticas y excesivas que solo sirven para generar estrés y desmotivación. Solo así, mediante un pensamiento crítico libre y riguroso, lograremos liberar la investigación de sus ataduras innecesarias y asegurar que el esfuerzo académico se concentre, donde verdaderamente importa, en el avance real y significativo del conocimiento.
Lecturas recomendadas
Paul Feyerabend: Tratado contra el método. Esquema de una teoria anarquista del conocimiento.
Karl Popper: La lógica de la investigación científica.
Thomas Kuhn: La estructura de las revoluciones científicas
Pablo Kreimer: Ciencia, tecnología y sociedad: El debate necesario.